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Cuando Donald Trump eligió al senador hispano Marco Rubio como nuevo canciller norteamericano hubo reproches en el interior profundo del movimiento MAGA, no precisamente por su origen hispano. Se lo consideró demasiado extremista para el aribtraje sutil de la diplomacia. Demasiado halcón. Nada que sorprenda. Al menos dos republicanos, un senador, Mike Lee y un diputado, Thomas Massie, han llegado a proponer el cierre de la Reserva Federal, el Banco Central norteamericano, de modo que las regulaciones del mercado, incluidas las tasas, pasarían a manos de la voluntad de la Casa Blanca y su inquilino.

El inefable Elon Musk, una figura de enorme centralidad en el gabinete de Trump y futuro ministro simbólico, dio un apoyo inmediato a la iniciativa que eliminaría la independencia del organismo con los efectos explosivos previsibles en la economía del país.

Son señales de una restauración cuasi monárquica, en cuya corte el multimillonario sudafricano sería una especie de Richeliéu exiguo, oculto tras el escudo de asesor especial, condición que le evita el contratiempo de la aprobación del Senado. Esa clave de personalismo soberano explica que Trump haya reclamado a la justicia que castigue a los medios que en su opinión se atrevieron a criticar sus discursos de campaña o considerar que la Constitución incluye artículos que deberían ser ignorados. A pocas horas de su victoria comenzó a jugar con la idea de un tercer mandato, prohibido en esa Carta.

Toda la escena recuerda al “reino de América, el reino del americanismo” que proclamó en 1920 el presidente republicano Warren Harding, un aislacionista y antiinmigrante, también envuelto en casos de corrupción y escándalos de alcoba y que fue pionero con el lema de “EE.UU. primero”.

El enorme caudal electoral de Trump, que controla las dos Cámaras y la Corte, sostiene ese matiz absolutista que comienza a perfilarse y que fulmina la refutación y la crítica. “Trump pretende purgar al personal militar y burocrático que se oponga a sus políticas, y probablemente utilizará el Anexo F, una medida para reclasificar los puestos del servicio civil como políticos, para expulsarlos, un pensamiento único que no admita irreverencias alternativas”, señala el politólogo Daniel Drezner del Brooking Institution.

Esa visión pone en cuestión el sistema de decisión. “Gracias a la Heritage Foundation y al America First Institute (dos estructuras ultra conservadoras), habrá muchos agentes del caos para quienes destruir el sistema de formulación de políticas de seguridad, que ha preservado los intereses estadounidenses durante 80 años, será una característica de Trump 2.0, no un defecto», sostiene en Foreign Affairs el colega de Drezner, Peter Feaver de la Duke University.

Este analista alerta que la decisión de Trump es priorizar la lealtad sobre otras características, la eficiencia entre ellas. Es un dato relevante para sus simpatizantes internacionales, que pueden ser bendecidos por la nueva administración más allá de la importancia objetiva y estratégica de sus países.

Ese comportamiento que desprecia la independencia intelectual, se advierte en el notable formato de furia, venganza y precariedad aparentemente premeditada del gabinete, con un periodista de Fox News, Pete Hagseth, al frente del Pentágono sin experiencia para semejante responsbilidad; un fanático conservador y de complejo prontuario como Matt Gaetz a cargo del ministerio de Justicia desde el cual castigar al sistema que procesó al soberano y John Kennedy Jr., que no es médico pero sí férreo militante antivacunas, para la cartera de Salud. Destaca también Robert Lighthizer, quien abomina del libre comercio al frente, claro, del área de Comercio.

Los valores norteamericanos y los de Trump

Esta visión interna intersecta en el plano internacional. Trump, que nunca fue un oustsider (los empresarios siempre son insiders), es un hiper transaccionalista, un enfoque de política exterior que favorece las relaciones bilaterales frente a las multilaterales, se centra en los logros a corto plazo, adhiere a una visión del mundo de suma cero donde todas las ganancias son relativas, la reciprocidad está ausente y rechaza las políticas basadas en valores.

El magnate “cree que el orden internacional liberal creado por EE.UU. le jugó en contra. Para cambiar ese desequilibrio, quiere restringir los flujos económicos entrantes, como las importaciones y también los inmigrantes. Y que los aliados se hagan cargo de su propia defensa. Piensa que puede llegar a acuerdos con dictadores como Vladimir Putin o Kim Jong-un que reduzcan las tensiones y eso permita a EE.UU. centrarse en su escenario”, sintetiza Drezner.

Es el entierro del American Exceptionalism, que desde Truman hasta Biden sostuvo esa noción discutible de que los valores norteamericanos son centrales en la construcción de la política internacional. Trump nunca creyó en eso. “Tenemos muchos asesinos, nuestro país no es tan inocente”, ya había dicho en su primer mandato. También este armado configura el entierro del hegemón norteamericano que devendrá en “una potencia común y corriente”, pronostica este politólogo.

Los primeros tonos de la agenda internacional prometen liberar las manos del gobierno israelí para que avance a los objetivos que pretenda en su área, incluso frente a Irán y conceder al Kremlin una salida de la guerra con Ucrania estableciéndose en las fronteras que produjo la guerra, eso es la derrota de Kiev. Es difícil, sin embargo, que las cosas vayan con ese rumbo.

Trump se ha rodeado de críticos de China con la intención de mantener la presión contra la República Popular considerada correctamente como el principal desafío de EE.UU. Pero Moscú es un aliado de Beijing a niveles muy superiores a los que existían en el primer mandato del magnate y ambos participan en estructuras que algunos analistas denominan “coalición de sancionados”, sumando a Norcorea e Irán en un eje antioccidental que puede vislumbrar este caos como una ventaja para sus intereses.

Lo que ocurra con Kiev, en los términos que sugiere el trumpismo, será una victoria geopolítica de los dos socios. Trump corre varios riesgos con esta estrategia. Un abandono de Ucrania puede acabar en una escena como la de la salida de Afganistán que golpeó duramente a Biden. Putin, además, no es confiable. Su apetito imperialista por todo lo eslavo no ha desaparecido. Trump así puede caer en la trampa de Chamberlain cuando negoció con Hitler conformarse con los Sudetes. checoslovacos. Sabemos lo que ocurrió luego. Churchill maldecía a su antecesor con aquella famosa filípica de que “eligió el deshonor para no elegir la guerra y ahora tiene la guerra y el deshonor”.

Una salida prorrusa de la crisis en Ucrania no solo alentará a China. También dará aires a Turquía contra Grecia o en el Caucaso sur, donde Azerbaiyan alista los cañones para un inminente asalto que le permita apoderarse de la mitad meridional de Armenia.

El problema con Oriente Medio también es opaco. Tanto Biden como ahora Trump impulsan acuerdos con Arabia Saudita como un gran sello para cerrar la crisis de la región. Sin embargo Netanyahu, si es que realmente lo pretende, no logra controlar a sus socios extremistas que tienen otro proyecto en mente. El ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, un colono ultrarreligioso, tradujo la llegada de Trump como la luz verde para la anexión de los territorios palestinos ocupados, el objetivo subterráneo de la guerra de arrasamiento en Gaza contra la banda terrorista Hamas.

Rubio concuerda con esa ambición, pero posiblemente descubra que los aliados árabes condicionan cualquier acuerdo a una salida estatal para los palestinos. Es puro realismo. Saben de lo que hablan. Son cinco millones de personas que no irán a ningún lado, aunque se anexionen sus tierras lo que creará una calamidad mayor en la región y especialmente a Israel. Los remedios suelen ser peores que la cura cuando se improvisa con voluntarismo o fanatismo.

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