Por Robert Alvarado
“No debemos perder la fe en la humanidad, ya que es como el océano: no se ensucia porque algunas de sus gotas estén corrompidas”. Gandhi
Uno de los sueños más bonitos de Mahatma Gandhi era liberar a la India del dominio británico. Pero claro, nada en la vida es tan fácil y para lograrlo tuvo que lidiar con peleas internas ente hindúes y musulmanes. En el camino, Gandhi se volvió uno de los líderes más influyentes del mundo. Sin embargo, sus sueños se vieron truncados durante una vigilia de oración en Nueva Delhi, el 30 de enero de 1948, cuando fue asesinado por Nathuram Godse, un fanático hindú que pensaba que Gandhi era demasiado amable con los musulmanes. Lo curioso es que Godse ya había intentado matarlo dos veces antes, pero como Gandhi era tan pacífico, se negó a presentar cargos penales en su contra. ¡Ironías de la vid!
Parece que la moda de atentar contra líderes políticos nunca pasa de moda. En nuestra América Latina, en pleno siglo XXI, volvimos a ver estos episodios. El asesinato de Fernando Villavicencio en Quito, Ecuador, el 9 de agosto de 2023, a solo once días de las elecciones presidenciales, dejó a propios y extraños boquiabiertos. Salía de un evento de campaña y, zas, lo mataron. Nadie sabe quiénes fueron los cerebros detrás del crimen, y el misterio sigue, cual serie de Netflix. Aquí al ladito, en Colombia, un atentado similar dejó la carrera presidencial patas arriba. Miguel Uribe está hospitalizado, en una condición crítica, y varios candidatos presidenciales suspendieron actividades por falta de garantías de seguridad. Aspirantes como Claudia López, David Luna y Mauricio Lizcano dijeron “mejor no me arriesgo”. Para rematar, nueve partidos independientes y de oposición decidieron no ir a la reunión con el gobierno de Petro para discutir la seguridad electoral. Alegaron que no confían en el gobierno como garante del proceso. ¡Así, cómo!
En particular, la historia de Colombia parece escrita a punta de balas. Desde el asesinato de Rafael Uribe Uribe en 1914, pasando por Jorge Eliecer Gaitán en 1948 y los magnicidios de los años 80 y 90, en las personas de Jaime Pardo Leal, Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro, Álvaro Gómez Hurtado… Ni hablar de los secuestros, destacando el de Ingrid Betancourt. Y ahora, le toco a otro Uribe, a Miguel Uribe Turbay, quien, por cierto, es hijo de Diana Turbay, periodista que también fue víctima de la violencia, murió en un rescate después de ser secuestrada por narcotraficantes en 1991. Al parecer, en Colombia la violencia política es de familia.
El sospechoso del ataque a Miguel, un menor de edad, detenido casi al momento del hecho, de quien Petro, el presidente, dijo que ese jovencito ya era conocido por su conducta conflictiva y que estuvo en el programa “Jóvenes en Paz, pero ni a clases asistía. Dicen que ese muchacho estuvo rondando el parque cuatro horas, llegó en una moto, habló con gente en una camioneta y hasta pidió que le consignarán 3.500 pesos en Nequi. ¿Un magnicidio por menos de un dólar? Solo en Colombia. Parece sacado de una película de sicarios, tipo “Sicarios: Tierra de nadie”, pero aquí no buscan un asesino a sueldo en la frontera de México y EEUU, sino a un adolescente que dispara contra un candidato presidencial en pleno parque. Muchos se resisten a que así sea Colombia, pero la realidad se impone: la violencia política no se va, solo cambia de protagonista. Y Uribe Turbay es, tristemente, otro nombre en la larga lista de víctimas del sicariato criollo.
Estos episodios no reflejan conflictos ideológicos, muy al contrario, revelan la influencia de poderes ilegales como narcotraficantes y grupos paramilitares que han infiltrado la política, corrompiendo y desestabilizando el sistema democrático. La impunidad y la falta de garantías de seguridad para los líderes políticos, especialmente para los candidatos presidenciales, generan un clima de miedo que limita la participación y el pluralismo político. Por eso, el atentado contra Miguel, un senador joven precandidato presidencial, marca un preocupante retorno a los peores momentos de violencia política, justo en un contexto electoral clave para salirle al paso a Petro.
En conclusión, la historia de asesinatos políticos en Colombia muestra que la democracia está en una encrucijada, sin un fortalecimiento real del Estado de derecho, la garantía de seguridad para los actores políticos y la superación de la violencia estructural, el futuro democrático del país corre el riesgo de seguir marcado por la violencia, la polarización y la exclusión política. Detener la repetición de estos ciclos es un imperativo para consolidar una democracia estable y pluralista en Colombia.
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