Hoy, más que nunca, Venezuela no necesita vencedores ni vencidos. No hacen falta consignas ni colores. No hay espacio para el regocijo mientras otros lloran. Lo que este momento nos pide, con urgencia y dignidad, es algo mucho más hondo: humanidad.
En cada rincón del país, vemos gestos que no salen en titulares pero sostienen vidas: vecinos compartiendo lo poco que tienen, jóvenes empujando sillas de ruedas en hospitales colapsados, madres que cocinan no solo para los suyos. Ahí late el verdadero espíritu venezolano. Un pueblo que, cuando todo parece perdido, encuentra nuevas formas de amar.
Este no es tiempo de divisiones, es tiempo de abrazos. Porque el dolor no distingue ideologías, y la esperanza solo florece en tierra compartida. Hoy el verdadero acto de valentía no es gritar más fuerte, sino tender la mano. No es señalar culpables, sino curar juntos.
A quienes sienten rabia, frustración o resignación, les decimos: está bien sentir. Pero que ese dolor no se convierta en muro, sino en puente. Que no nos encierre, que nos convoque.
Solidaridad no es un lema. Es una decisión diaria. Un compromiso con el rostro del otro. Un “cuenta conmigo” que brota sin cálculos, sin esperar aplausos.
Porque como decía D’Artagnan, aquel mosquetero de alma leal: “Todos para uno, y uno para todos.” Que esta máxima, tan simple como profunda, sea nuestra guía silenciosa. No para blandir espadas, sino para tender brazos. No para vencer al otro, sino para vencer la indiferencia.
Venezolanos, que este tiempo nos encuentre del mismo lado: el de la vida, la empatía y la reconstrucción del alma nacional.
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