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Vivimos tiempos de sobreestimulación, donde el bombardeo constante de información, opiniones y urgencias nos arrastra como una marea desbordada. En medio del bullicio de las redes, las alarmas del noticiero y la ansiedad cotidiana, corremos el riesgo de desconectarnos de aquello que nos ancla: nuestra esencia espiritual.

La espiritualidad que no es patrimonio exclusivo de dogmas ni rituales es esa voz interior que susurra cuando todo afuera grita. Es el silencio fértil donde germinan la paz, la compasión y el discernimiento. En una Venezuela herida pero llena de esperanza, esa dimensión del alma cobra un valor profundamente social: nos ayuda a ver al otro no como enemigo ni amenaza, sino como reflejo de nuestra propia humanidad.

No se trata de evadir la realidad, sino de abordarla desde un centro más sereno, más sabio. Cuando cultivamos la oración, la meditación o el simple acto de escuchar con empatía, recuperamos el sentido. Y desde ahí podemos aportar al tejido común con gestos concretos de amor, justicia y verdad.

Hoy más que nunca, el país y el mundo necesita faros en medio del ruido. Y esa luz puede nacer de corazones que, en lugar de reaccionar con ira o miedo, responden desde la profundidad de su fe y su conciencia despierta.

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