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Por Robert Alvarado

“No tengo inconveniente en confesar que hubiera preferido otra muerte…” Carlos Andrés Pérez, ex presidente de la República de Venezuela

En América Latina, nos han sorprendido varios casos de ex presidentes condenados por la justicia, aunque la frecuencia y la naturaleza de los casos varían según el país. Algunos ejemplos notables incluyen a Alberto Fujimori, Ricardo Martinelli, Juan Orlando Hernández, Carlos Menem, Otto Pérez Molina, Jeamine Añez, Ollanta Humala, Cristina Fernández de Kirchner, Alejandro Toledo, Luiz Inácio Lula da Silva, entre otros dignatarios procesados por su mismo país o por la justicia internacional. De esta larga lista, no sería raro estar de acuerdo con alguna de esas condenas, en virtud de los hechos considerados, constitutivos de conductas, mejor dicho, de delitos reprochables que por lo grotesco en supuestos estadistas no fue posible ocultarlos. Como en todo, surge la duda en algunos casos, un claro ejemplo se vio el día lunes 28 de julio del 2025, cuando el ex presidente colombiano Álvaro Uribe Vélez fue declarado culpable por los delitos de fraude procesal y soborno en actuación procesal.

Esta condena llega tras 13 años de juicio. Ante tan prolongado lapso, es indudable que surjan dudas, primero, en relación a la justicia expedita, también sobre los aspectos sustantivos de la controversia presentados en ese proceso judicial, los cuales al parecer no estuvieron ni están del todo claros. Según, Uribe le pidió a su abogado, Diego Cadena, ofrecer beneficios a distintas personas, como el ex paramilitar Juan Guillermo Monsalve, para que dieran testimonios a su favor y en contra del congresista de izquierdas Iván Cepeda. Es alguno de los señalamientos contenidos en la sentencia de la jueza Sandra Heredia. Algunos opositores del fallo, incluyendo la senadora María Fernanda Cabal, han cuestionado la forma en que Heredia leyó la sentencia, sugiriendo que su tono fue más ideológico que técnico.

Nadie en Colombia, ni en el mundo, puede estar por encima de la justicia, pero algunos dicen que hubo presión de los adversarios políticos de Uribe. Se afirma que debía ser condenado a como diera lugar, como un acto simbólico de justicia para las personas afectadas por él. Así las demás instancias lo hayan declarado inocente, de ahí también el largo lapso de realización del juicio, ahora existe una primera condena, que, en la memoria de la gran mayoría de colombianos, difícilmente desaparezca, o, lo que es lo mismo, es una mácula que con toda la mala intención se habría estampado en las páginas de la historia colombiana. La razón estribaría en que Uribe fue quien enfrentó y prácticamente doblegó a la guerrilla durante su primer mandato, siendo obvio que cuando la guerrilla llegara al poder, como en efecto lo hizo con Petro, tratara de acabarlo por todos los medios, y nada mejor que un atentado a su moral, al mejor estilo de Pablo Escobar.

El crimen moral de Uribe se consumó a duras penas, lo sugiere la absolución por el delito de soborno simple, que, por conexidad, debilitó la argumentación encumbrada por efecto de una narrativa judicial en lugar de fundamentación jurídica sólida. Hay quienes consideran que el discurso de la jueza Sandra Heredia durante la audiencia parecía más una exposición ideológica que una argumentación jurídica, con frases como “la justicia no se arrodilla ante el poder” que han sido interpretadas como un posicionamiento político. Ante lo que sería una incuestionable falta de garantías, muchos colombianos se preguntan: ¿Qué sigue? La defensa de Uribe ha adelantado que apelará el fallo y pedirá que se pronuncie una segunda instancia. Además, ha dicho que pedirá la prisión domiciliaria para el ex mandatario. La segunda instancia quedaría en manos del Tribunal Superior de Bogotá, que podría pronunciarse hasta el 8 de octubre de este año. Si el tribunal no confirma la condena o absuelve al ex presidente, se activaría el proceso por su prescripción.

La cuestión aquí es, si condenaron a Uribe, haya o no cometido un delito, ¿por qué no han hecho lo mismo con los que secuestraron, asesinaron, reclutaron y violaron menores? Es peligroso que la justicia castigue a unos, pero premie a otros que han cometido atrocidades con manos propias, incluso que hoy ostentan altos puestos políticos. Lo justo es que todos quienes cometan delitos paguen por sus crímenes. Es muy peligroso para la democracia en Colombia que solo los delitos de la derecha sean condenados pero los actos de corrupción, delitos de lesa humanidad, de la izquierda y las guerrillas, sean perdonados, premiados e incluso justificados. Pero ese es el juego de la hipocresía y la doble moral que se ha hecho consustancial en nuestros países de latinoamericana.

Frente a esa realidad, es obligado decir, aunque pudiese sonar ingenuo, “A despertar Colombia”, mírense en este espejo, que hasta ahora estarían haciendo a un lado, por aquello lo de que Colombia no es Venezuela. No les faltaría razón, pero, a decir verdad, a estas alturas se está pareciendo bastante. Que el fanatismo político no les haga olvidar que lo que se hace mal y los crímenes se deben castigar, vengan de donde vengan. Claro, también es comprensible ese esfuerzo por destruir moralmente a un hombre que recibió un país fragmentado, violento y con baja confianza institucional, logrando entregarlo con un sólido control estatal, una economía fortalecida y un liderazgo que parece seguir molestando a muchos. Claro, también con heridas profundas en derechos humanos, tensiones institucionales y una polarización que se aviva con actuaciones institucionales como la que presenciamos este 28 de julio.

Concluyo con la opinión sobre este caso de un connotado jurista colombiano: “La pérdida del pudor judicial. La jueza Sandra Heredia no está dictando justicia, está dictando una narrativa. En lugar de un fallo jurídico concreto y técnico, estamos presenciando una suerte de alegato ideológico, casi una puesta en escena. Se comporta más como oradora patriótica que como juez imparcial. En vez de limitarse a lo esencial, fundamentar jurídicamente la decisión, explicar los hechos probados y aplicar el derecho, recita una pieza extensa que no busca convencer con pruebas, sino emocionar con retórica. Su tono mesiánico, su apelación a la historia y a los “momentos significativos” no hacen justicia: la sepultan bajo teatralidad. Compararla con Policarpa Salavarrieta no es exagerado. Parece que se siente heroína de una causa nacional, cuando en realidad tiene la obligación de actuar como funcionaria técnica del derecho. […] Mientras Colombia espera un fallo, ella ofrece narrativa. Mientras el país necesita derecho, ella entrega retórica. La justicia no necesita heroínas autoproclamadas, necesita jueces serios. Y la toga no es bandera de partido. La historia juzgará sobre esta condena injusta para Uribe y que cambió el rumbo del país granadino”.

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