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La muerte de Miguel Uribe Turbay no es solo la pérdida de un líder político; es el estremecimiento de una nación que aún no ha sanado las heridas de su historia. Su asesinato, perpetrado por un menor de edad en pleno acto público, nos obliga a mirar de frente una realidad que muchos preferirían esquivar: la democracia colombiana sigue siendo frágil, y la violencia política, una sombra que no termina de disiparse.

Uribe representaba una nueva generación de liderazgo: joven, preparado, con vocación de servicio y una apuesta por el diálogo desde la derecha democrática. Su discurso no siempre fue cómodo, pero sí necesario. En tiempos de polarización, se atrevió a tender puentes, a hablar de seguridad sin renunciar a la justicia social, y a defender sus convicciones sin caer en el fanatismo.

Su muerte nos deja preguntas que no pueden quedar sin respuesta. ¿Qué estamos sembrando en nuestros jóvenes para que uno de ellos se convierta en verdugo de la esperanza? ¿Qué responsabilidad tienen los discursos incendiarios, la desinformación y el odio que circula impunemente en redes y plazas? ¿Cuánto más debe soportar Colombia antes de decir basta?

Pero este editorial no quiere ser solo un lamento. Quiere ser un llamado. A los ciudadanos, para que no se dejen anestesiar por la rutina del horror. A los líderes, para que entiendan que el poder sin ética es ruina. Y a los jóvenes, para que encuentren en la política no un campo de batalla, sino un espacio de construcción colectiva.

Miguel Uribe no alcanzó la presidencia, pero su legado puede ser más profundo que cualquier mandato. Si su muerte nos despierta, si nos une en torno a la defensa de la vida, la verdad y la democracia, entonces su voz no se habrá apagado. Será eco. Será semilla.

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