Por José Luis Centeno S.
Emergencias y contextos extremos: un enfoque vital en derechos humanos.
La Escuela Internacional del Instituto de Políticas Públicas en Derechos Humanos del Mercosur acaba de dar inicio a un curso que, como dicen en misa, “en verdad es justo y necesario” en el actual clima social y ambiental de América Latina: “Políticas públicas con enfoque de derechos humanos en contextos críticos y de emergencia”.
El propósito del curso, dicho coloquialmente, abordar el cruce de los derechos humanos y las realidades que nos desafían como sociedad. A tal fin, la distinción entre emergencia y contexto crítico es clave.
Emergencia, salvo mejor criterio, es una situación inesperada y abrupta que pone en jaque el funcionamiento normal del Estado, de la sociedad y, especialmente, la vigencia de los derechos humanos. Antes de la emergencia suele estar el contexto crítico: ese espacio de progresiva tensión en el que los riesgos para la integridad social, la estabilidad y el cumplimiento de los derechos se incrementan, amenazando con convertirse en una crisis declarada.
Ahora bien, no toda emergencia irrumpe de inmediato, suelen estar precedidas por una serie de advertencias que deberían despertar la acción estratégica y preventiva de los poderes públicos. Un contexto crítico puede ser la sequía prolongada en una región, como la vivida en Uruguay en 2023, donde la escasez de agua no surgió de repente, sino que fue el resultado de una tendencia alarmante, hasta que la capital se quedó sin agua potable y la emergencia estalló.
Como podrán observar, el contexto crítico es ese espacio donde todavía es posible actuar para evitar la catástrofe. Recordemos, hace poco Chile declaró una alerta de tsunami tras un fuerte terremoto de magnitud 8.8 en Rusia. Uno diría, se anticipó a una eventual emergencia; obvio, se requiere visión, capacidad de anticipación y mecanismos de prevención eficaces.
En tal sentido, las emergencias pueden tener múltiples causas: desastres naturales como incendios forestales, inundaciones, sequías o terremotos, pero también pandemias, crisis económicas, violencia de género, desplazamientos forzados, violaciones masivas de derechos humanos o situaciones persistentes de discriminación estructural.
Lo fundamental es reconocer que las crisis y emergencias, lejos de ser ajenas a nuestra realidad latinoamericana, parecen ser, desafortunadamente, la tonada de nuestra época.
En este contexto, el gran aporte del curso radica en poner en el centro del debate la necesidad de articular el enfoque de derechos humanos con la estrategia estatal frente a las emergencias. Por supuesto, esta articulación es mucho más que una declaración de principios: es una exigencia ética, jurídica y política respaldada por tratados internacionales, protocolos y marcos normativos consolidados en el ámbito regional y mundial.
Cuando una emergencia irrumpe, lo que está en juego es la capacidad estatal y social de garantizar aquello que define la dignidad humana: el derecho a la vida, la salud, la vivienda, el acceso al agua segura, la seguridad personal, la alimentación, la protección de los grupos vulnerables, el ejercicio de la libertad y la igualdad ante la ley.
Muy importante, ningún contexto de excepción puede justificar la suspensión arbitraria de estos derechos básicos. Tanto en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, establecen límites claros, ya que ante circunstancias excepcionales existen derechos “no derogables”.
Esta directriz va mucho más allá de la fría letra de los tratados. Las crisis revelan, por no decir, profundizan, las desigualdades preexistentes. La discriminación estructural y la vulnerabilidad se exacerban con una emergencia: mujeres cabeza de hogar, niños, personas de la tercera edad, comunidades indígenas, personas con discapacidad, migrantes, población de calle, trabajadores informales y tantos otros, sufren de manera desproporcionada los impactos de la crisis.
No todos viven igual la crisis. El concepto de interseccionalidad, introducido por la académica Kimberlé Williams Crenshaw en 1989, nos permite identificar cómo los distintos factores de identidad y condición social se suman y entrecruzan, generando desigualdades cualitativamente distintas (Ver: La mirada interseccional, José Luis Centeno S. https://www.elnacional.com/2025/04/la-mirada-interseccional/).
De allí que adoptar una perspectiva de derechos humanos implique mucho más que administrar ayuda: exige diseñar repuestas que identifiquen y prioricen a los grupos históricamente excluidos o vulnerables, que consideren sus necesidades concretas y diferenciadas, que eviten reproducir o profundizar injusticias y que incorporen sus voces en la toma de decisiones.
En suma, reconocer la centralidad de los derechos humanos en la elaboración, implementación y evaluación de políticas públicas frente a contextos críticos y de emergencia es imperativo para avanzar hacia sociedades más resilientes, cohesionadas y justas. Es la brújula ética y legal que debe guiar la acción de quienes deciden, gestionan y transforman nuestras realidades colectivas en América Latina y el mundo.