Por José Luis Centeno S.
La justicia y la legitimidad del Estado se construye sobre principios rectores en tiempos de crisis.
En tiempos donde las crisis y emergencias se presentan con creciente frecuencia, v.gr.: la pandemia de COVID-19, el cambio climático y diversas situaciones socioeconómicas adversas, se vuelve forzoso que el Estado actúe con criterios claros, coherentes y orientados a la protección efectiva de los derechos humanos.
Es de tal relevancia lo anterior, que la experiencia regional, así como los marcos normativos nacionales e internacionales, señalan la necesidad de establecer principios rectores para la acción estatal que aseguren niveles mínimos de derechos, particularmente en los escenarios que exigen respuestas rápidas y eficientes a población afectada.
Vale decir, la respuesta estatal no puede quedar a expensas del pragmatismo gubernamental ni a decisiones meramente discrecionales. Es decir, en contextos críticos y de emergencia, el Estado no puede actuar como si estuviera en una pausa constitucional; al contrario, es allí donde su compromiso con los derechos humanos debe ser más firme, más visible y más exigente. ¿Por qué?
En situaciones de emergencia, no se trata solo de reaccionar, sino de actuar bajo principios éticos y jurídicos que prioricen la protección de los derechos más básicos. La experiencia regional revela que estos principios rectores no son meras recomendaciones técnicas: son condiciones de posibilidad para que el Estado siga siendo legítimo en tiempos de incertidumbre.
Entre estos principios rectores, destaca la garantía de niveles mínimos de derechos. Este concepto, desarrollado por tribunales constitucionales de la región, como los de Argentina y Colombia, establece que, independientemente de la escasez de recursos, existen ciertos derechos que deben ser satisfechos en cualquier circunstancia.
Hablamos del derecho a la alimentación, al agua, a la salud, a la vivienda digna: prestaciones elementales que permiten a las personas seguir viviendo con dignidad.
Es aquí donde el enfoque de derechos humanos cobra importancia, por no decir que se vuelve indispensable, ya que no se trata de una retórica vacía, sino de una metodología de acción estatal que obliga a diseñar políticas públicas con criterios de igualdad sustantiva, no meramente formal. La razón es fácil de entender.
En una emergencia, las desigualdades preexistentes no desaparecen, se agudizan. Como vimos durante la pandemia de COVID-19, las poblaciones más vulnerables, por caso, quienes viven en pobreza extrema, son las que más sufren los impactos de una crisis. Patente en Venezuela, específicamente en Maracay, estado Aragua, cuando en octubre de 2022 el río “El Castaño” se desbordó y causó estragos.
Por esa razón, los principios rectores deben ser compensatorios: el Estado no puede actuar de manera neutral cuando la sociedad no lo es. Al contrario, debe priorizar a quienes más necesitan, direccionando al máximo los recursos disponibles hacia quienes se encuentran en situación de mayor desventaja.
Este principio de asignación prioritaria de recursos está respaldado por estándares internacionales, como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC), y ha sido reiterado por organismos como el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas (Comité DESC) que exige a los Estados demostrar que han hecho “todo lo posible” para cumplir con sus obligaciones.
En Venezuela, aunque pudiese sonar fuera de lugar, este compromiso no es ajeno. Nuestra Constitución de 1999 consagra de forma clara la progresividad de los derechos sociales y prohíbe su regresividad. Además, la jurisprudencia del TSJ ha reafirmado en múltiples sentencias la obligación estatal de garantizar el acceso a servicios básicos, incluso en contextos de dificultad económica.
Muy importante, estos marcos legales no son meros formalismos, son herramientas para exigir responsabilidad estatal. En ese sentido, estos principios rectores no se limitan a la protección de derechos mínimos. También incluyen la participación ciudadana, la transparencia en la gestión pública y el deber de prevenir (que no puede reducirse a planes técnicos elaborados en despachos ministeriales).
En suma, los principios rectores no son un lujo académico, sino una necesidad democrática. Son la brújula que evita que el Estado se pierda en el caos y marca la diferencia entre una respuesta que reproduce la exclusión y otra que, desde los derechos, construye justicia.
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