La Vinotinto ha quedado fuera del Mundial 2026.
No por sanción, no por accidente, sino por resultado. El 6 por 3 ante Colombia en Maturín fue más que una goleada: fue un veredicto. El equipo llegó con la posibilidad de clasificar al repechaje dependiendo de sí mismo, pero se desmoronó ante una selección colombiana que no perdonó ni un segundo de debilidad.
Luis Díaz, con cuatro goles, fue el verdugo de una noche que comenzó con esperanza y terminó en silencio. Venezuela marcó tres veces, sí, pero no supo sostener ni el ritmo ni la convicción. El Monumental fue testigo de un adiós que dolió más por lo que pudo ser que por lo que fue.
Con ese resultado, y la victoria de Bolivia sobre Brasil, la Vinotinto cerró en el octavo lugar, sin Mundial y sin repechaje. El ciclo de Fernando Batista se agota entre dudas tácticas y desconexiones internas. No hubo malicia, como aclaró la FIFA ante las denuncias bolivianas. Pero tampoco hubo contundencia, ni evolución sostenida.
Este editorial no busca culpables. Busca claridad.
Venezuela no clasificó porque no fue suficiente. Porque el fútbol exige más que momentos: exige procesos, identidad, hambre. Y aunque hubo entrega, no hubo consistencia. El país merece una selección que no solo compita, sino que inspire. Que no solo sueñe, sino que construya.
Ahora toca mirar hacia adelante.
Vendrán nuevos actores, nuevas voces, nuevas formas de entender el juego. El fútbol venezolano debe dejar de ser promesa y convertirse en proyecto. Con planificación, con liderazgo, con visión. Porque el talento existe. Lo que falta es estructura.
La Vinotinto se despide del Mundial. Pero no del futuro.