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Por José Luis Centeno S.

Las emergencias desnivelan la vida social y ponen a prueba los valores colectivos.

En un mundo que parece navegar de una tormenta a otra: pandemias, desastres climáticos, crisis económicas, los derechos humanos no son un lujo, sino el ancla que nos mantendría a flote.

Recientemente, en un curso del Instituto de Políticas Públicas en Derechos Humanos (IPPDH) del MERCOSUR sobre políticas públicas en contextos críticos y de emergencia, una verdad ineludible me golpeó: las emergencias no afectan a todos por igual. Suena a verdad de Perogrullo, aunque suele ignorarse.

Las emergencias agravan desigualdades, y, como se evidenció en el curso, si no actuamos con un enfoque de derechos, terminamos profundizando el abismo social. Es de tal relevancia reconocer las vulnerabilidades, mejor dicho, a los vulnerables, que, sin ello, según un profesor brasileño, no hay política pública que valga.

Por ejemplo, en 2023, Montevideo, la capital uruguaya, se quedó sin agua dulce. La gente cocinaba con bidones comprados, y el agua de la tubería (canilla, dicen allá) sabía a sal y cloro. ¿Quién sufrió más? Las mujeres jefas de hogar, cargando con cuidados extras, los hipertensos, niños y ancianos que no podían beberla; por supuesto, las familias pobres sin dinero para comprar botellones de agua potable.

Este ejemplo, compartido en el curso, ilustra cómo las crisis socio ambientales discriminan. No es casualidad, las desigualdades estructurales: género, clase, etnia, edad, se entrelazan, como explica el concepto de interseccionalidad de Kimberlé Crenshaw.

Aquí entramos al meollo del asunto: los derechos humanos deben guiar las respuestas estatales. El curso enfatiza que las políticas públicas no son sólo reacciones gubernamentales; surgen del diálogo con la sociedad civil, la academia y las comunidades. Se preguntarán ustedes: ¿por qué un enfoque de derechos?

A nivel regional, la experiencia demuestra que este enfoque asegura que las medidas sean inclusivas, resilientes y no discriminatorias. Pensemos en la pandemia COVID-19. Uruguay apeló a la “conciencia ciudadana” sin cuarentena obligatoria, confiado en su sistema de salud público.

Sonó libertario, pero impactó más a quienes debían salir a trabajar en oficinas o cuidar niños sin escuelas abiertas. En otros países, confinamientos forzados violaron derechos, pero transferencias sociales mitigaron daños en sectores vulnerables, procurando que la acción del Estado llegara a todos.

El estado juega un rol esencial: debe planificar, ejecutar y evaluar políticas con principios rectores como igualdad, no discriminación y proporcionalidad. Instrumentos internacionales respaldan ese cometido. Pero el Estado no actúa solo. La sociedad civil también es fundamental. Sin su incidencia, las políticas se vuelven ciegas a realidades sociales.

Para que esto funcione, necesitamos indicadores claros. No sólo cuantitativos sino cualitativos. Estos miden si las acciones son eficaces y equitativas, desde perspectivas que enriquecen las simples cifras o estadísticas. Sin ellos, las respuestas son improvisadas.

En suma, las emergencias son pruebas de fuego para nuestras sociedades. Adoptar un enfoque de derechos en políticas públicas no sería opcional, es la vía para proteger a los vulnerables y construir resiliencia social. Lo contrario, sería seguir tropezando con la misma piedra y los vulnerables pagarán el precio.