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Hay palabras que se pronuncian con cálculo, y otras que se lanzan como piedras al viento, sin conciencia ni raíz. Pedir que se invada la tierra de tus hijos —la que guarda sus pasos, sus sueños, sus tumbas y sus semillas— no es solo una traición, es una torpeza espiritual. Es hablar desde el tuntún: desde la ignorancia, desde el despecho, desde el olvido de lo sagrado.

Quien clama por tropas extranjeras en suelo propio no defiende la libertad, la justicia ni el futuro. Defiende su ego herido, su ambición sin patria, su rabia sin causa. Porque la tierra no es solo geografía: es herencia, es memoria, es altar. Y quien la entrega al forastero por conveniencia o revancha, no merece llamarse hijo de ella.

Los pueblos que han resistido invasiones saben que no hay bandera ajena que traiga paz duradera. La paz se construye con diálogo, con justicia, con pan compartido y con respeto mutuo. No con cañones prestados ni con pactos que venden la soberanía como si fuera mercancía.

Desde la voz que honra a los que sembraron antes que nosotros, digo con firmeza: no se juega con la tierra de los hijos. No se pide invasión como quien pide auxilio. Se pide conciencia, se exige respeto, se cultiva unidad.

Porque el tuntún no puede ser brújula. Y la patria no se entrega: se defiende, se honra, se bendice.

DE VENEZUELA NI UN CENTÍMETRO PARA NADIE. VIVA LA TIERRA DE BOLIVAR

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