Mientras los titulares insisten en sembradíos de psicotrópicos y laboratorios clandestinos, el mapa real de la codicia global revela otra droga, más variopinta y más letal: petróleo, gas, coltan, oro, agua dulce, uranio y torio. Esa es la sustancia que enciende los radares de las potencias, la que justifica invasiones, bloqueos y campañas de desinformación. No es la amapola ni la coca lo que mueve ejércitos: es el litio de los autos eléctricos, el uranio de las centrales nucleares, el oro que sostiene bancos y el agua que será moneda del futuro.
La narrativa oficial, repetida como mantra, acusa a pueblos enteros de ser productores de veneno. Pero ¿quién produce las guerras? ¿Quién siembra el miedo y cosecha contratos millonarios? La historia reciente es clara: Irak fue arrasado por armas de destrucción masiva que nunca existieron. Libia fue desmembrada en nombre de una democracia que jamás llegó. Y así, cada país con reservas estratégicas se convierte en blanco, no por sus cultivos, sino por sus minerales.
Y mientras se inventan sembradíos, se ocultan crímenes. Esas lanchas con inocentes explotadas con drones en el mar, sin evaluación, sin llamado de atención, son una violación flagrante del derecho internacional. No son operaciones quirúrgicas, son asesinatos de gente humilde del Caribe, pescadores, migrantes, trabajadores del mar que jamás fueron juzgados ni escuchados. ¿Dónde está la prensa? ¿Dónde el derecho a la vida?
La invención de enemigos internos —campesinos, comunidades indígenas, líderes locales— sirve como cortina de humo para justificar la entrada de fuerzas extranjeras, el saqueo de recursos y la instalación de bases militares. Se criminaliza la tierra mientras se negocia bajo cuerda el subsuelo. Se condena al agricultor mientras se firma el contrato de extracción.
Este editorial no defiende psicotrópicos. Defiende la verdad. Y la verdad es que el verdadero narcótico que buscan no se fuma ni se inyecta: se refina, se funde, se exporta. Y su precio se paga en sangre, desplazamientos y silencio mediático.
Hoy más que nunca, urge desmontar el relato. Urge mirar el mapa geológico antes que el mapa policial. Urge preguntarse por qué los países más ricos en recursos son los más pobres en soberanía. Porque detrás de cada acusación de narcotráfico, hay una geopolítica del saqueo. Y detrás de cada invasión, hay un contrato de extracción esperando ser firmado.