Durante seis décadas, la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA) ha mantenido operaciones en Venezuela, y desde hace al menos 25 años, ha sido acusada de conspirar activamente contra su institucionalidad. Lo que comenzó como vigilancia estratégica durante la Guerra Fría se transformó en una campaña sistemática de intervención, especialmente desde 1999, cuando Hugo Chávez asumió la presidencia con un proyecto soberano y latinoamericanista. Desde entonces, los intentos de desestabilización han sido múltiples: financiamiento a grupos opositores, operaciones psicológicas, campañas de desinformación y apoyo indirecto a golpes de Estado. El golpe de abril de 2002, las sanciones económicas y las acciones encubiertas autorizadas por el presidente Donald Trump en 2025 son parte de esta larga cadena de agresiones.
Pero Venezuela no ha sido la única víctima. En 1973, la CIA participó activamente en el derrocamiento de Salvador Allende en Chile, apoyando el golpe militar que instauró la dictadura de Augusto Pinochet. En Guatemala, Jacobo Árbenz fue depuesto en 1954 por intereses económicos y geopolíticos. En República Dominicana, Juan Bosch fue derrocado en 1963. En Brasil, João Goulart cayó en 1964. En Bolivia, en Argentina, en Haití, la historia se repite con distintos nombres y el mismo guion: líderes elegidos por sus pueblos, removidos por intereses ajenos. La lista es extensa y dolorosa, marcada por dictaduras, desapariciones, torturas y exilios.
Hoy, cuando Venezuela vuelve a denunciar injerencias y operaciones encubiertas, la memoria continental exige ser escuchada. No se trata de ideologías, sino de soberanía. No se trata de partidos, sino de pueblos. La CIA, como símbolo de intervención extranjera, representa una amenaza constante a la autodeterminación de América Latina. Y cada intento de manipular el destino de nuestras naciones debe ser enfrentado con unidad, verdad y dignidad.
Los barcos del Caribe regresarán derrotados por la puerta trasera. Vendrán con nuevas maniobras, disfrazadas de ayuda, para debilitar el poder del pueblo y robarse nuestras riquezas. Pero aquí está un pueblo despierto, digno y de pie. Volveremos a vencer la narrativa falsa, y con memoria y unidad, defenderemos lo que nos pertenece.
La historia no se borra, se honra. Y la verdad, aunque encubierta, siempre busca la luz. Que este editorial sea un llamado a la conciencia, a la defensa de la paz, y al respeto por los pueblos que aún luchan por decidir su propio camino.