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Hay maletas que no llevan ropa, sino recuerdos. Hay caminos que no se eligen, sino que se transitan por necesidad. Venezuela ha visto partir a millones de sus hijos, no por falta de amor, sino por exceso de dolor. Se fueron buscando pan, paz, medicina, dignidad. Pero no se fueron del todo.

Porque hoy, los venezolanos en el mundo cumplen un propósito silencioso pero profundo: transformar el alma del planeta. No llegaron solo con documentos, sino con sonrisas, con historias, con una forma de ser que enseña a otros a vivir con más humanidad.

Donde hay un venezolano, hay cordialidad.
Donde hay un venezolano, hay amabilidad.
Donde hay un venezolano, hay amor para llenar los vacíos que otros no sabían que tenían.

No es casual. Es misión.
Porque Venezuela, en medio de sus heridas, ha parido almas capaces de sanar a otros.
Y esa es la verdadera migración: llevar luz donde falta, llevar alma donde escasea.

Hoy el mundo aprende a sonreír distinto, a saludar con más calor, a compartir con más sabor.
Y todo eso, lo enseñan los hijos de esta tierra que no se rinde.

Venezuela educa al mundo.
Porque ser venezolano no es cualquier vaina.
Es ser puente, es ser abrazo, es ser resistencia con alegría.

Y un día, regresarán de nuevo.
Regresarán con saberes nuevos, con hijos que aprendieron a amar dos banderas, con historias que enriquecerán la tierra que los vio nacer. Regresarán no solo por nostalgia, sino por justicia. Porque el país que los vio partir también merece verlos volver.

Mientras tanto, los que quedamos tenemos el deber de cuidar la casa, de mantener encendida la luz del porche, de sembrar esperanza en cada rincón. Que cuando regresen, encuentren no solo tierra, sino abrazo. No solo calles, sino caminos.

La migración no es olvido. Es tránsito.
Y todo tránsito tiene retorno.

Aquí los esperamos:
con la arena tibia, el pabellón humeante,
y un mondongo cocinado en leña por la abuela.
Porque el amor también se sirve en plato hondo.

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