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Hay verdades que duelen porque son antiguas, y otras porque siguen vivas. La injusticia contra el productor agrícola pertenece a ambas categorías. No es una herida nueva: es una herida que nunca ha cerrado. Y lo más grave es que, mientras el campo se desangra, la ciudad presume abundancia sin recordar quién la sostiene.

El productor es el único trabajador que arriesga todo para que otros coman. Siembra sin garantías, cosecha sin protección, vende sin poder negociar. En la cadena económica, es el primero en trabajar y el último en cobrar. Y aun así, es tratado como si fuera prescindible, como si la tierra pudiera producir sin manos, sin sudor, sin memoria.

La injusticia no es solo económica: es estructural.  

Los intermediarios imponen precios que no reconocen el esfuerzo.  

Las instituciones prometen apoyo que nunca llega.  

Los mercados castigan al que produce y premian al que especula.  

Y la sociedad, distraída, cree que los alimentos aparecen por arte de magia.

Pero el campo no es magia: es sacrificio.  

Es madrugar sin saber si lloverá demasiado o si no lloverá nada.  

Es sembrar con fe y cosechar con miedo.  

Es ver cómo el fruto del trabajo se pierde en manos de quienes jamás han tocado la tierra.

El abandono del campo no es un error: es una decisión.  

Una decisión que beneficia a pocos y empobrece a muchos.  

Una decisión que convierte al productor en rehén de un sistema que lo exprime, lo invisibiliza y luego lo culpa.

Y sin embargo, el productor sigue.  

Sigue porque entiende que su labor no es solo económica: es moral.  

Sigue porque sabe que alimentar a un pueblo es un acto de amor, no de cálculo.  

Sigue porque, aunque el sistema lo ignore, la tierra lo reconoce.

Esta denuncia no es un lamento: es un llamado.  

Porque un país que abandona a sus productores se abandona a sí mismo.  

Porque una nación que no protege su campo renuncia a su futuro.  

Y porque la justicia no se mide por discursos, sino por la dignidad que se garantiza a quienes sostienen la mesa de todos.

El día que el productor sea tratado como lo que es —el pilar silencioso de la vida nacional—, ese día comenzará la verdadera reconstrucción.  

Hasta entonces, seguiremos recordando una verdad que muchos prefieren olvidar:  

sin campo no hay país, y sin justicia no hay cosecha que alcance.

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