La Iglesia ,la de piedra, rito y tradición, ha sido durante siglos el refugio donde el pueblo deposita su fe, su dolor y su esperanza. Es la casa que resguarda la memoria espiritual de nuestras familias, la que bautizó a nuestros abuelos y despidió a nuestros muertos. Pero también es, a veces, la institución que se acomoda, que se distancia, que se vuelve más guardiana de formas que de almas.
Frente a ella han surgido movimientos como Emaús y Samuel, que no pretenden reemplazarla, pero sí recordarle su misión original: volver al corazón. Son espacios donde la fe deja de ser ceremonia para convertirse en encuentro; donde la palabra no se declama, sino que se vive; donde el creyente no es espectador, sino protagonista de su propio despertar espiritual.
La Iglesia tradicional ofrece sacramentos; Emaús y Samuel ofrecen procesos.
La Iglesia tradicional administra; Emaús y Samuel acompañan.
La Iglesia tradicional convoca; Emaús y Samuel conmueven.
No se trata de una guerra, aunque algunos la quieran presentar así. Se trata de una tensión necesaria. Porque toda institución que deja de escucharse a sí misma necesita que alguien le recuerde su origen. Y toda renovación espiritual necesita raíces para no convertirse en moda pasajera.
Emaús y Samuel han logrado lo que muchas parroquias olvidaron: tocar la fibra humana, despertar lágrimas, reconciliar familias, devolver sentido. No porque sean perfectos, sino porque son cercanos. Porque hablan el idioma del que sufre, del que busca, del que cayó y quiere levantarse.
La Iglesia tradicional, por su parte, sigue siendo columna y cimiento. Pero una columna que no se revisa se agrieta. Un cimiento que no se ventila se humedece. La fe no se sostiene por inercia: se sostiene por coherencia.
Hoy, más que nunca, Venezuela necesita una Iglesia que no compita con Emaús y Samuel, sino que aprenda de ellos. Que no tema perder poder, sino perder almas. Que no se aferre al protocolo, sino al propósito.
Porque al final, todos —tradicionales, caminantes de Emaús y guerreros de Samuel— buscan lo mismo: que Dios vuelva a ser experiencia, no trámite; encuentro, no estructura; fuego, no rutina.
Y cuando la fe se convierte en vida, entonces sí, la Iglesia, toda la Iglesia, recupera su misión: sanar, unir y despertar.
DIOS ES DE TODOS
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