Hay momentos en la historia en los que un país deja de hablar solo por sí mismo y se convierte en espejo, advertencia y prueba para el resto del mundo. Venezuela, hoy, es exactamente eso: un territorio donde se cruzan ambiciones geopolíticas, discursos de fuerza y silencios que pesan más que los cañones.
La tensión no es un rumor: es un hecho.
Estados Unidos ha ordenado un bloqueo total y completo a los petroleros sancionados que entren o salgan del país, una medida que no solo asfixia la economía venezolana, sino que reconfigura el equilibrio del Caribe. Voces extremas en el norte hablan incluso de guerra, como lo afirmó Tucker Carlson al asegurar que Trump podría anunciarla en cualquier momento. Y mientras tanto, el Congreso estadounidense rechaza retirar tropas en caso de hostilidades, dejando claro que la maquinaria militar está lista para moverse sin pedir permiso.
Rusia advierte que esta escalada puede tener “consecuencias impredecibles para todo el hemisferio occidental”. México y Brasil piden desescalada. La ONU conversa en silencio. Y Colombia, en un giro inesperado, ve a su propio presidente llamar “dictador” a Maduro en medio de la tormenta diplomática.
Pero más allá de los titulares, hay una verdad que no puede perderse:
Venezuela no es un botín, ni un laboratorio, ni un territorio disponible para la ambición de nadie.
Lo que está en juego no es solo petróleo, ni rutas marítimas, ni cálculos electorales en Washington.
Lo que está en juego es el principio más básico de convivencia internacional: la soberanía.
Cuando un país es rodeado militarmente, cuando se confiscan sus buques, cuando se le acusa sin pruebas de financiar terrorismo o narcotráfico para justificar acciones armadas, el mundo entero debería detenerse y preguntarse:
¿qué precedente estamos permitiendo?
Porque hoy es Venezuela.
Mañana puede ser cualquier nación que incomode a una potencia.
En medio de esta tormenta, Venezuela con todas sus fracturas, errores y heridas sigue siendo un país que resiste. Un país que no se rinde. Un país que, incluso en su crisis, recuerda al mundo que la dignidad no se negocia.
La historia juzgará a quienes usaron la fuerza para imponer su voluntad.
Pero también juzgará a quienes callaron cuando la soberanía de un pueblo estuvo en juego.
Hoy, más que nunca, Venezuela necesita voces que no tiemblen.
Voces que denuncien sin odio, pero sin miedo.
Voces que recuerden que la paz no se mendiga: se defiende.
Y en esa defensa, cada palabra cuenta.
Cada editorial es un acto de memoria.
Cada frase es un acto de resistencia.
DE VENEZUELA NI UNA GOTA DE PETRÓLEO NI RIQUEZAS PARA NADIE. QUE PAGUEN.
