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El petróleo venezolano se ha convertido en un botín codiciado por todos. No lo buscan por solidaridad ni por respeto a nuestra soberanía, sino por la urgencia de sus mercados y la voracidad de sus economías. Cada barril que sale de nuestras entrañas es disputado en mesas diplomáticas, en acuerdos secretos y en discursos que disfrazan intereses con palabras de cooperación.

La paradoja es evidente: mientras el mundo clama por energía limpia, todos extienden la mano hacia nuestro crudo. La contradicción se viste de pragmatismo, y la ética se reduce a un cálculo de conveniencia.

Pero detrás de esa aparente necesidad se esconde la ambición de los grandes: corporaciones que no conocen fronteras, gobiernos que se arropan con discursos de libertad mientras hipotecan la dignidad de los pueblos, y mercados que convierten la riqueza natural en simple mercancía. La codicia no se sacia con acuerdos, siempre exige más, siempre busca dominar.

Venezuela, con su riqueza natural, se convierte en escenario de presiones externas y de decisiones internas que marcarán el rumbo de generaciones. No se trata solo de petróleo: se trata de dignidad. El recurso es finito, pero la memoria de cómo lo administramos será eterna.

Si cedemos ante la ambición ajena, hipotecamos el futuro. Si defendemos con conciencia y justicia, transformamos la riqueza en legado. Hoy, más que nunca, debemos recordar que el verdadero poder no está en el barril, sino en la voluntad de un pueblo que sabe que su tierra no es mercancía, sino herencia.

DE VENEZUELA NI UNA GOTA REGALADA PARA NADIE

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