La visita de Donald Trump a Francia este sábado invitado por Emmanuel Macron para la reinauguración de Notre Dame expone una curiosa simetría entre las dos potencias. Así como el magnate ultranacionalista logró una amplia victoria sostenida en gran medida en la cólera por la desigualdad de ingresos, el líder francés acaba de sufrir una derrota extraordinaria a manos de dos populismos, en especial el de ultraderecha, que esgrimieron el mismo pretexto de inequidades sociales para voltear el efímero gobierno del premier Michel Barnier. El primer jefe del Ejecutivo que cae por una moción de censura desde Georges Pompidou en 1962.
Macron, dueño de ese récord, quedó encerrado en la trampa que acabó construyendo al adelantar las parlamentarias a julio. Esas urnas no confirmaron el pronóstico de un golpe definitivo para Macron. Pero mostraron un crecimiento exponencial de la ultraderecha de Marine Le Pen, que pasó de 88 diputados en la anterior Legislatura a 140 en la actual.
El otro enemigo del gobernante, La Francia Insumisa, una alianza reformista entre admiradores del chavismo y centristas socialdemócratas quedó primero, pero ahí se dio un interesante armado. Mientras el partido del fundador de esa coalición, Jean Luc Mélenchon, logró solo una banca adicional, de 74 a 75, sus socios del centrista Partido Socialista, duplicaron sus asientos al igual que los ecologistas.
La síntesis es que el electorado fortaleció a la ultraderecha colocándola en el umbral del poder, compensó con un respaldo significativo a los centristas y dejó en su lugar a Mélenchon, un espanta votos según el determinante epitafio de su aliado François Hollande. A Macron se le permitió sobrevivir, pero en harapos políticos, con menos de la mitad de los votos que el lepenismo.
En la base de estos movimientos late ciertamente un problema de insatisfacción social, calamidad epidémica en una etapa de alta concentración del ingreso que se manifiesta políticamente con brotes antisistema y el voto convertido en protesta contra lo que hay.
Ese sentimiento no se conforma con que la inflación en Francia bajó a menos de 2% anual desde el 5% de hace dos años o que la desocupación esté en un aceptable 7,4%, El gobierno tampoco. Ve un déficit público del 6% que necesita bajar a la mitad para mejorar una economía debilitada que este año crecerá apenas 1%. El problema es cómo se resuelven esos rojos y la fórmula es la típica, hacia abajo.
Francia logró hasta 2008/2009 limitar más que otros países las desigualdades salariales. Pero, después de la gran crisis de aquellos años, las cosas se complicaron, creció una grieta y el país se encareció. Efectos que Macron ignoró por decir lo menos. Hoy el 10% más acaudalado concentra la mitad del ingreso nacional y la riqueza entre los menores de 40 años es la mitad de lo que era a mediados de los 80, según France Stratégie, una institución estatal autárquica.
El lepenismo se plantó sobre estas heridas sociales. En la campaña de julio, esta fuerza, inicialmente vinculada a Vladimir Putin y de planteos extremistas que en parte moderó, aunque no la xenofobia, salió en defensa de una variedad de límites sociales. Las líneas rojas que ahora repitió. La líder derechista le había advertido a Barnier que “no vamos a aceptar que el poder adquisitivo de los franceses se vea de nuevo amputado. Si se supera esta línea roja, por supuesto que votaremos la censura”.
Como buenos socialistas
También exigió que se abandone la idea de una congelación temporal de las pensiones o la reducción de los reembolsos ligados a la compra de medicamentos. Para compensar la pérdida de ingresos, Le Pen propuso aumentar los impuestos a las transacciones financieras y al movimiento de acciones de las multinacionales. Casi una plataforma de un buen socialista. Como Trump en la campaña, prometiendo una baja general de los precios del consumo y eliminando la mano de obra inmigrante, un punto que el lepenismo también defiende incluyendo en el prospecto a los hijos de extranjeros nacidos en Francia.
El infortunio de Macron no es exclusivo. Muy cerca, en Alemania, la mayor economía europea, el panorama es aún más complejo, con una contracción del producto de 0,2% este año y escenarios similares de distribución inequitativa del ingreso, con el 10% concentrando 57,5% de la renta total.
Ese escenario se agrava con una oleada de huelgas particularmente en las plantas de Volkswagen por los ajustes debido a las pérdidas de su principal mercado chino frente al fabricante local de coches eléctricos BYD, que ahora vende más vehículos en la República Popular que todas las marcas juntas de la legendaria firma alemana.
Como exhiben Francia o EE.UU., las elecciones adelantadas en Alemania del 23 de febrero, mostrarán también un crecimiento de la ultraderecha de Alternative für Deutschland, una formación que ya no se cuida de sus elogios a los símbolos nazis y las SS. Según las encuestas agregará al menos siete puntos respecto al 2021, cosechando un determinante poder parlamentario.
Es un “tiempo de rabia”, como señala el sociólogo francés Francois Dubet. El reproche de las sociedades a un sistema que no solo no resuelve sino que retrocede en las demandas de desarrollo individual. Hay extremos inquietantes de este fenómeno. En Rumania un fanático desconocido, Calin Georgescu, un invento de Moscú desde las redes, resultó el más votado en la primera vuelta de las presidenciales que se debian definir ese domingo. La justicia las suspendió por las sospechas de manipulación del electorado.
Claudio Ingerflom, uno de los mayores especialistas argentinos en Rusia y el Este europeo, describe a Georgescu como “de un antisemitismo visceral y admirador de Corneliu Zelea Codreanu, cuya legión rumana sirvió en el ejército alemán nazi y participó activamente en el Holocausto; del mariscal Ion Antonescu, el dictador que asoció Rumania al Tercer Reich; y de Vladimir Putin”. Había quedado a un paso del poder.
Desprecio republicano
Esta legión de extremistas desdeña como comunistas a todo aquellos que los refuten incluyendo a los liberales del colectivo woke que ocupan en su imaginario indigente el lugar vacante de la casi desaparecida izquierda orgánica. Pero su aspecto más complejo, que lo emparenta con los populistas de la otra vereda, es una noción lábil de las instituciones. Es común el maltrato de esta tribu hacia los otros poderes y a los medios. Trump profesa que hay artículos de la Constitución que no deberían ser obedecidos.
Un ejemplo resonante sucedió hace horas cuando el presidente de Corea del Sur, Yoon Suk Yeol, otro populista de derecha, detuvo por tres horas el corazón de ese país en un fallido autogolpe contra el Congreso de mayoría opositora al que acusó, ¡cómo no!, de “estar aliado con el comunismo” de Norcorea.
El fragote se debió a que en abril último perdió las legislativas ante sus rivales socialdemócratas y quedó sin poder para imponer el país autoritario que ambiciona, con censura de prensa, discriminación de género y fuertes recortes a los servicios sociales. Un extraordinario regalo al eje ruso-chino, que completan Irán y Corea del Norte, y celebra la decadencia expuesta de los “títeres” occidentales, especialmente en el Asia Pacífico.
Estas deformaciones nacidas del enojo popular, se manifiestan en diferentes formatos y alturas. En uno de esos niveles explican el deterioro de los organismos multilaterales, desde la ONU a la OMC, la crisis de la globalización y más gravemente, la fe en el poder de la democracia.
Los valores que llenan los discursos de los líderes occidentales se van por la misma alcantarilla. Por eso sucede que despertamos una mañana y estalla una guerra en Siria que alienta Turquía para intentar derribar al régimen de Damasco, o la amenaza de Azerbaiyán sobre Armenia o, en fin, Putin como Hitler decidiendo desde su torre qué países tienen derecho a existir o no. Tiempos de rabia.