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Por José Luis Centeno S.

Un riesgo acecha todas las democracias, incluso aquellas que se creían invulnerables.

El jueves 1° de mayo, la ex vicepresidenta de los Estados Unidos, Kamala Harris, advirtió que su país está al borde de una crisis constitucional. ¿Por qué? Por el debilitamiento de los “pesos y contrapesos” que sostienen la democracia. Explicó, que cuando estos mecanismos colapsan, ya sea porque el Parlamento no cumple con su deber, el Máximo Tribunal no actúa o el presidente desafía ambos poderes, se produce una crisis constitucional.

Es decir, Kamala, avezada ex fiscal de distrito, sabría de lo que está hablando, al utilizar el término “colapso” para describir el fallo total de las instituciones que deberían garantizar el equilibrio democrático, y al equipararlo directamente con la noción de crisis constitucional.

Yo, salvo mejor criterio, pensaba que el colapso constitucional era algo exclusivo de Venezuela, pero ahora me percato del debilitamiento de los “pesos y contrapesos” que sostienen la democracia en otras latitudes, particularmente en el “imperio mismo”, nación que insisten en mostrárnosla como el non plus ultra de la democracia.

Y es que, en efecto, la epidemia del colapso constitucional parece no respetar fronteras ni sistemas políticos: como un virus, silencioso pero letal, ha estado latente en toda Latinoamérica y ahora amenaza con infectar al mismo corazón del imperio.

En Venezuela, el colapso constitucional es un hecho documentado. Sería no solo la fractura de una institución, sino el derrumbe del andamiaje constitucional que sostenía la democracia. Por ejemplo, la instalación de una Asamblea Nacional Constituyente, fuera de las normas electorales y sin el referéndum previsto en la Constitución, habría sido la puntilla final para el sistema de “pesos y contrapesos”.

Pero la epidemia no se detuvo en Venezuela. En Colombia, aunque de manera menos dramática, también se han debilitado los mecanismos de control institucional. El enfrentamiento entre el gobierno y la justicia, la politización de la Corte Constitucional y la instrumentalización de los organismos de control han erosionado la confianza en las instituciones. El resultado, un sistema que, aunque no ha colapsado completamente, muestra síntomas preocupantes de fatiga institucional.

En El Salvador, la situación es aún más alarmante. El presidente Nayib Bukele ha concentrado poderes de manera inédita, debilitando al poder legislativo y judicial, y utilizando el aparato del Estado para perseguir a sus opositores. Por caso, la reelección presidencial, prohibida por la Constitución, ha sido habilitada por una Corte Suprema de Justicia afín al gobierno.

En efecto, Bukele acabó con las pandillas en El Salvador, pero favoreció un sistema en el que los controles constitucionales han sido desmantelados, y él, como presidente, ejerce un poder casi absoluto. El riesgo de un colapso constitucional es inminente y la comunidad internacional observa, preocupada, el avance de un modelo autoritario bajo la fachada de la eficiencia y la seguridad.

Y ahora, Estados Unidos, el faro de la democracia liberal, está al borde de su propia crisis constitucional. El colapso de los “pesos y contrapesos” no es una ocurrencia de Kamala, sino una realidad que se manifiesta en la parálisis del Congreso, la politización de la Corte Suprema y el desafío abierto del presidente a las decisiones judiciales y legislativas.

La ironía es profunda: el país que exportó la idea de los checks and balances ahora ve cómo esos mismos mecanismos se debilitan ante el avance de la polarización y la desconfianza. Se pudiese decir, salvo mejor opinión de terceros, que el colapso constitucional ya no es una rareza latinoamericana, sino una amenaza global.

La advertencia de Kamala Harris es un llamado de atención para todas las democracias del mundo. El colapso constitucional no es una excepción, sino una epidemia que se expande cuando los “pesos y contrapesos” dejan de funcionar. Venezuela, Colombia, El Salvador y ahora Estados Unidos son ejemplos de que ningún sistema es inmune.