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Homar Garcés

El triunfalismo, la jerarquización caudillista y la prepotencia son elementos nocivos que deben desterrarse del seno de toda organización política y social que se considere revolucionaria y socialista. Sería una forma de fortalecer el proceso de cambios revolucionarios y el accionar efectivo del poder popular en todas sus manifestaciones; todo lo cual exige un alto nivel de debates y de una amplia conciencia revolucionaria que facilite conversar en igualdad de condiciones con quienes se creen dueños de un proceso histórico que les tocará impulsar en conjunto por todos aquellos que, de un modo u otro, se identifiquen con sus postulados fundamentales.

Además, es preciso que quienes forman parte de tales sean capaces de desprenderse de los mismos vicios sectaristas que caracterizaron a la vieja política que estarían reemplazando; constituyéndose -contrariamente a lo que debieran ser- en unos microdictadores. En oposición a esta práctica contrarrevolucionaria, aquellos que tienen responsabilidades partidistas y gubernamentales deberían convencerse y empeñarse en construir verdaderos espacios de democracia participativa, consensual y protagónica junto con los diversos organismos y movimientos creados de forma soberana por el pueblo. De ocurrir esto habría, en consecuencia, una unidad de propósitos que no sería coartada en función de los intereses de la casta y el estamento que dirigen los diferentes factores políticos, el gobierno y las demás estructuras del Estado; una unidad con altibajos que, de no superarse las debilidades, seguirán sirviendo para darle aliento a la pretensión única de la derecha extremista de ganar y usufructuar el poder.

Es de entenderse que a través de la historia muchas experiencias revolucionarias confrontaron coyunturas políticas permanentes que obligaron a muchos revolucionarios a cerrar filas en defensa del proceso revolucionario en marcha, pese a las inconsistencias ideológicas y el comportamiento aburguesado y reformista que adoptaron sin rubor quienes llegaron a ejercer los diferentes cargos de gobierno. No comprender mínimamente esta realidad llegó a contribuir a socavar la vigencia y la factibilidad del proyecto revolucionario en ciernes, haciendo cuesta arriba que existiera un cambio estructural de veras y no únicamente victorias electorales que festejar. Si se extrema esta posición, quizá se concluya en que algunos se burlan del pueblo esperanzado, lo que convierte la revolución en una simple palabra, sin mayor significado y, menos, sin viabilidad alguna.

Esto se constata, por ejemplo, toda vez que se realiza cualquier asamblea o eventos de carácter electoral donde se impone la línea emanada por la dirigencia local, regional y nacional, contraviniendo los lineamientos generales que le dan soporte a las organizaciones partidistas y sociales de tipo revolucionario, coartando la práctica y el derecho de la democracia participativa y protagónica que tanto exigen las bases. Ya con ese tipo de situaciones no es difícil asociarlas a lo ocurrido con los principales partidos políticos de los regímenes conservadores de nuestra América/Abya Yala/Améfrica Ladina, cuyas militancias fueron menguando tras cada proceso electoral hasta convertirse en meros símbolos del pasado, aunque su cultura sigue manteniendo su vigencia entre los nuevos gobernantes y dirigentes partidistas.

La Revolución no tiene marca registrada. Todos somos grandes revolucionarios. Así, muchos -al parecer provistos de una especie de revoluciómetro- descalifican a todo aquel que no comparte su punto de vista, aún el más simple, y por obra y gracia de su palabra lo convierten en un contrarrevolucionario al cual se debe eludir, combatir y echar al olvido, impidiéndole cualquier atisbo de posibilidad de ejercer influencia en otros, sin importar que ello signifique recurrir a la difusión de falsedades en torno suyo. Tal proceder es, sin discusión alguna, contrarrevolucionario. Su raíz hay que rastrearla (en el caso de Venezuela) en la cultura del régimen puntofijista (AD y COPEI) cuyos protagonistas privilegiaron la zancadilla, la corrupción y la «viveza» antes que la idoneidad, la honestidad y la vocación ciudadana de las personas, por lo que se soportó durante cuarenta años la mala experiencia de tener en los máximos puestos de gobierno a los personajes más execrables que pudieron existir en este país. Si esto se observa y se multiplica también entre las bases populares, entonces estaríamos frente a un sistema político-clientelar muy semejante al que dominó por 71 años consecutivos la vida política, económica y social de México, con el Partido Revolucionario Institucional (PRI) instalado en el poder -cual dictadura perfecta- y no una revolución de índole socialista y/o popular.