Los revolucionarios tenemos dos grandes resistencias qué vencer en nuestras luchas diarias: Una, la de quienes, desde el poder, se oponen (como sería lógico) a todo cambio democrático; y dos, la de quienes, desde su ignorancia y miedos (lo que resulta irracional), apoyan a aquellos que los dominan, creyendo que toda Revolución será negativa y opresora. Los primeros disponen de distintos recursos, unos sutiles, otros menos sutiles, pero todos efectivos a la hora de mantener sin cambios estructurales el orden establecido. Así, las leyes, el tipo de educación impartido, la ortodoxia religiosa, la verticalidad y el autoritarismo de las fuerzas armadas, la difusión de programas de entretenimiento y de noticias por los grupos mediáticos corporativos, la organización empresarial capitalista, la propiedad privada de los distintos medios de producción, las relaciones diplomáticas y económicas a nivel internacional, y los métodos de vigilancia y de represión aplicados por los cuerpos de seguridad del Estado (policiales y militares) cumplen el papel de cortafuegos contra cualquier intento por alterar lo que muchos piensan que es (y debe ser) el sistema natural (o la condición de normalidad y disciplina) bajo el cual todos debemos vivir. Entre tanto, los segundos, acostumbrados a obedecer (por las buenas o por las malas) y a no cuestionar dicho orden o sistema, sienten que la Revolución les empobrecerá y les despojará de todos sus derechos, haciendo suyos los intereses y la visión de los sectores dominantes que los mantienen, precisamente, ubicados en las diferentes franjas de pobreza existentes, explotando su fuerza de trabajo y negándoles la posibilidad de ser partícipes y protagonistas de una verdadera democracia en correspondencia con la formación multiétnica y pluricultural del país en que habitan.
Es tradición que los grupos, castas y estamentos dominantes nieguen el pluralismo cultural existente en cada nación, haciéndose eco de la visión y la práctica eurocéntricos, racistas, supremacistas y unidimensionales, vertidos en nuestro continente por quienes lo colonizaron y lo sojuzgaron por espacio de trescientos años. La transculturización y la influencia extranjera se explican, en primer lugar, por esta herencia colonial que se expresa en la discriminación de los demás elementos culturales, sociales y humanos que han contribuido a constituir nuestras naciones, como mujeres, pueblos originarios, campesinos y afrodescendientes; y en un segundo lugar, en la manera como es concebido y es ejercido el poder, con toda la prepotencia, los abusos y la red de corrupción que el mismo entraña, normalizándolos a los ojos de los sectores populares. No obstante, en sus discursos, los gobernantes tienden a encubrir dicha realidad, gracias a una omisión intencionada, atribuyéndole la soberanía al pueblo y haciendo de la igualdad social un axioma inquebrantable y omnipresente en todo momento; cosa que no puede explicar cómo existen entonces diferencias de clases sociales y miseria y explotación de los trabajadores. Todo lo cual ha perdurado hasta el presente siglo, sin mucha diferencias entre aquellos que gobiernan, sean del signo ideológico-político que se quiera.
Es harto necesario, por consiguiente, que los revolucionarios perciban, difundan y concreten la Revolución y el socialismo como proyectos intrisicamente humanistas, ampliamente democráticos e incluyentes, en concordancia con los derechos de la naturaleza y re-creadores de las normas y de la convivencia social; lo que sería completamentado con unas relaciones de producción diferentes a las impuestas por el sistema capitalista a nivel global. Por lo tanto, el individualismo, la inclinación a la violencia y a la corrupción, el fetichismo del pasado (sin llegar a una negación extrema de las influencias extranjeras) y la adopción enfermiza de usos y costumbres «burguesas» como reflejo del nuevo estatus alcanzado (político, económico o profesional) son elementos totalmente ajenos a dichos proyectos, lo mismo que su limitación a las actividades proselitistas de un partido político tradicional y/o la gestión de un gobierno medianamente efectivo.
Como diría Abel Prieto en un evento con Néstor Kohan, auspiciado por la Cátedra de Formación Política Ernesto Che Guevara en 2004: «Estamos en una lucha no sólo en el campo de las ideas, sino de los valores. Es una gran batalla ética. Eso es la lucha por la hegemonía». Con él se podrá afirmar también: «el revolucionario no puede ser dogmático, no puede ser fundamentalista. Tiene que escuchar. No podemos esquematizarnos, acostumbrarnos a actuar bajos slogans o lemas. Los slogans o lemas pueden servir para movilizar coyunturalmente, pero el revolucionario tiene que estar siempre argummentando». Convertido en un objetor de todo lo establecido, el revolucionario tendrá que armarse de una nueva concepción de la vida y del mundo, sin caer en un idealismo utópico o metafísico que impida ver a los sectores populares que el proyecto revolucionario es completamente factible gracias a su toma de conciencia y a su organización. Pero esto no será todavía suficiente si se ignoran los diversos aspectos que conforman la ideología dominante como pilar principal del poder ejercido por las minorías sobre el pueblo. Ni aún las soluciones ejecutivas y legislativos que se acostumbran frente a problemas políticos, económicos y sociales bastarán para hablar de una verdadera Revolución y de un verdadero socialismo si no se le da cabida a estos importantes elementos en la doble resistencia que debemos encarar los revolucionarios en todo instante.