En el corazón de América del Sur, dos monedas cuentan historias opuestas. El peso colombiano, aunque golpeado por los vientos globales, se mantiene firme, defendido por instituciones que aún inspiran confianza. El bolívar, en cambio, ha sido arrastrado por la corriente del olvido, convertido en símbolo de lo que pudo ser y no fue.
Colombia hace respetar su moneda.
No por capricho, sino por convicción. Su Banco Central actúa con autonomía, sus políticas fiscales buscan equilibrio, y su ciudadanía, aunque crítica, aún cree en el valor de su billete. En agosto de 2025, el dólar bajó frente al peso: una señal de que la moneda nacional puede resistir cuando hay voluntad política y técnica.
Venezuela, en cambio, ha visto al bolívar desvanecerse.
No solo en cifras, sino en espíritu. El dólar lo aplasta, sí, pero el verdadero peso lo lleva el ciudadano que cobra en bolívares y compra en dólares. El bolívar ya no es promesa ni escudo: es papel que se arruga en los bolsillos de la memoria.
“Una moneda no vale por
su diseño, sino por la fe
que la respalda. Y cuando la fe se quiebra, ni el oro basta para salvar el símbolo.”
Este contraste no es solo económico. Es ético, institucional y espiritual. Colombia no es perfecta, pero ha sabido cuidar el respeto por su moneda como quien cuida el nombre de su madre. Venezuela, en cambio, debe reconstruir no solo su economía, sino también su narrativa monetaria. Porque sin relato, no hay rescate.
¿Qué podemos aprender?
Que la administración pública no es solo técnica, sino también poética. Que el valor de una moneda está en el alma de su gente. Y que, como girasoles, los pueblos deben volver su rostro hacia la luz de la confianza, la transparencia y el respeto.
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