¿Con qué moral se creen dueños del mundo si lo que poseen es apenas un espejismo de poder? Los imperios que se levantan sobre la vanidad terminan siendo ruinas que nadie quiere habitar, y las riquezas que se acumulan sin alma se convierten en cadenas que aprisionan a sus dueños. El mundo no se domina con armas ni con monedas: se honra con justicia, se sostiene con memoria, se engrandece con la humildad de quienes sirven. Quien presume de dueño olvida que la tierra no se compra, que el aire no se encierra, que la dignidad no se negocia. La verdadera autoridad no se mide en títulos ni en tronos, sino en la capacidad de mirar al otro como hermano. Porque lo que se presume sin alma se desploma sin aviso. Hoy, más que nunca, urge recordar que el mundo no tiene dueños: tiene guardianes, tiene sembradores, tiene voces que claman por justicia y paz.
Dios creó riquezas para los pueblos soberanos, y ninguna élite ni imperio puede apropiarse de ellas por considerarse más fuertes. Por grandes que se crean, deben entender que el respeto no se exige: se gana. Aquí en Venezuela hay un pueblo que se hará respetar, como lo hizo nuestro Libertador de Naciones, Simón Bolívar. Porque la dignidad no se negocia, la tierra no se vende y el cielo es de Dios.
Quienes pretenden dominar olvidan que las riquezas fueron dadas para la vida y la justicia, no para la codicia ni la opresión. De Venezuela ni un centímetro para nadie. Esta tierra es memoria, es sangre, es futuro. Y mientras haya un venezolano en pie, habrá una voz que recuerde al mundo que la soberanía no se entrega: se defiende, se honra, se comparte.
