La economía venezolana no está herida por falta de talento, ni por ausencia de recursos, ni por escasez de voluntad productiva. Está herida por dos demonios que se alimentan del desgaste moral de la nación: la burocracia y la corrupción. Ambos se disfrazan de procedimientos, de sellos, de trámites interminables, de “normas” que nadie entiende y que solo sirven para justificar la ineficiencia y encubrir el abuso.
La burocracia se ha convertido en un laberinto donde el productor, el emprendedor y el ciudadano común pierden tiempo, dinero y esperanza. Cada oficina que retrasa, cada firma que se esconde, cada trámite que se multiplica sin razón, es una zancadilla al desarrollo. No hay economía que avance cuando el Estado se vuelve un muro en vez de un puente.
Pero peor aún es la corrupción, ese cáncer silencioso que se infiltra en los intersticios del poder. La corrupción no solo roba dinero: roba futuro. Desvía recursos que deberían ser escuelas, carreteras, hospitales, créditos, semillas, herramientas. La corrupción convierte la justicia en mercancía, la ley en privilegio y el servicio público en botín personal. Es el demonio que más daño hace porque destruye la confianza, y sin confianza no hay inversión, no hay producción, no hay país.
Por más que el presidente Nicolás Maduro quiera impulsar la producción, ordenar la economía y proteger al pueblo, la tarea se vuelve dura y casi imposible mientras estos dos demonios —la burocracia y la corrupción— sigan respirando dentro del Estado. Ningún proyecto, por noble que sea, puede florecer en un terreno donde los trámites asfixian y los corruptos se alimentan del esfuerzo ajeno. Ningún país avanza cuando quienes deben servir se convierten en obstáculos, y cuando quienes deben custodiar los recursos terminan saqueándolos.
Mientras estos dos males sigan sosteniéndose dentro de las instituciones, Venezuela caminará con cadenas. No basta con denunciarlos: hay que enfrentarlos con reformas reales, con transparencia radical, con funcionarios que entiendan que el poder no es un premio, sino una responsabilidad. El país necesita un Estado que acompañe, no que obstaculice; que facilite, no que extorsione; que inspire, no que humille.
La economía venezolana puede renacer, porque tiene tierra fértil, manos trabajadoras y un pueblo que no se rinde. Pero para que ese renacimiento sea posible, debemos exorcizar estos demonios con ética, con memoria y con valentía. La burocracia debe simplificarse; la corrupción debe castigarse; la institucionalidad debe reconstruirse desde la verdad.
Porque ningún modelo económico prospera cuando la moral se derrumba. Y ningún país avanza cuando sus demonios se sientan en los escritorios del poder.
