Por José Luis Centeno S. (@jolcesal)
Como un veredicto en la balanza, la CPI se encuentra en escrutinio crítico.
En los pasillos silenciosos de la Corte Penal Internacional (CPI), se tejía un destino implacable. Las paredes, testigos mudos de memorables juicios, parecían susurrar el nombre de aquellos que enfrentarían la balanza de la justicia. Entre ellos, resaltaban nombres que se repetían con insistencia tanto por parte de denunciantes como de víctimas en esta tierra de gracia.
La acusación formal resonó como un eco en los pasillos de mármol. La Fiscalía de la CPI había reunido pruebas incriminatorias: testimonios desgarradores de víctimas, fotografías que narraban la tragedia humana, peritales, documentales. Altos jerarcas, civiles y militares, con sus rostros inmutables, escucharon las palabras que sellarían sus destinos. Los crímenes de lesa humanidad no podían quedar impunes.
Las órdenes de captura llegaron como relámpagos. Las fuerzas de seguridad, coordinadas por la Interpol, se movieron con precisión. Los altos jerarcas, rodeados de sus leales, intentaron huir. Pero el mundo ya conocía sus rostros. Los aeropuertos, las fronteras, los puertos marítimos: todos estaban alerta. Los hombres, también féminas, que una vez ostentaron el poder ahora eran unos (as) fugitivos (as).
Las detenciones fueron momentos de vértigo. Las esposas frías, las miradas desafiantes. Los jerarcas, una vez alto gobierno, cadena de mando, acostumbrados a dar órdenes, ahora estaban a merced de la justicia. En las celdas, las paredes parecían cerrarse sobre ellos. Recordaron a líderes caídos: Lubanga Dyilo, el primer condenado por la CPI; Karadžić, el arquitecto de la masacre en Bosnia; Bemba, cuyos crímenes resonaron en la República Centroafricana.
El juicio fue un torbellino de argumentos y pruebas. La sala estaba llena de miradas acusadoras. Las víctimas, representadas por la Oficina Pública de Defensa, exigían justicia. Los del alto gobierno, rodeados de abogados, intentaron negar todo. Pero las imágenes de detenciones ilegales, de torturas, de persecución, de familias rotas, eran incontestables.
Y entonces llegó la sentencia. La sala enmudeció. Los jueces, con rostros imperturbables, pronunciaron las palabras que resonarían en la historia: culpables. Los hombres y mujeres que una vez se creyeron invulnerables, ahora enfrentaban su destino. Las lágrimas de las víctimas, la esperanza de un país destrozado, se entrelazaban en un momento trascendental.
La pena fue severa. Cadena perpetua. Aquel alto gobierno, caído por obra de sus acciones reprochables, sería recordado como un verdugo. Las sanciones internacionales, el aislamiento diplomático, serían su compañía en las celdas frías. Su legado, manchado por la sangre de los inocentes, se desvanecería en la memoria colectiva.
Y así, en los pasillos de la CPI, se escribió un capítulo más en la lucha contra la impunidad. Aquellos jerarcas, que una vez se creyeron intocables, se convirtieron en un símbolo de que ningún poder está por encima de la justicia. Los jerarcas, los opresores, todos enfrentarían su inexorable destino.
Para la sociedad venezolana, un escenario como el descrito sería trascendental. Pues la CPI, desde esta perspectiva, se convierte en un faro de esperanza en la búsqueda de justicia y rendición de cuentas. Aunque pueda parecer un sueño, incluso una proyección basada en la esperanza y la fe, no se puede descartar que dicho escenario se materialice con todas sus implicaciones. Por ejemplo:
1) Esperanza renovada: Las condenas por crímenes de lesa humanidad serían como rayos de esperanza para una población que ha sufrido durante años. Expresarían de manera clara y coherente que la justicia no es simplemente una abstracción, sino algo concreto y perceptible para las víctimas, sus familias y toda la sociedad.
2) Reparación y reconocimiento: Las víctimas, muchas de las cuales han perdido a seres queridos o han sufrido abusos atroces, encontrarían cierta reparación en saber que los responsables enfrentan consecuencias. El reconocimiento oficial de los crímenes cometidos sería un paso hacia la verdad y la memoria colectiva.
3) Deslegitimación del régimen: Las condenas de los jerarcas, para ese momento, ex funcionarios todopoderosos, deslegitimaría aún más al régimen. La sociedad vería que nadie está por encima de la ley y que incluso los dignatarios pueden ser juzgados.
4) Repercusiones políticas: La sentencia podría afectar la percepción de otros jerarcas y funcionarios dentro y fuera de Venezuela. Los aliados políticos podrían reconsiderar su apoyo a figuras señaladas por crímenes de lesa humanidad.
5) Sanar heridas sociales: La justicia no solo castiga, sino que también contribuye a sanar heridas, a reconstruir el tejido social. La sociedad podría comenzar a procesar el trauma colectivo y mirar hacia un futuro más justo.
La potencial condena de jerarcas oficialistas, inmersos en una cadena de mando, no solo sería un acto legal o judicial, en el ámbito penal internacional, sino un símbolo de esperanza, reconocimiento y cambio para una nación que ha enfrentado innumerables desafíos. De allí, que la reputación y credibilidad de la CPI estarían en juego, y sus decisiones, bajo la lupa