«Quien controla el comercio controla las riquezas del mundo, y consecuentemente, el mundo mismo.» – Sir Walter Raleigh
En el tablero global del siglo que intensamente vivimos, las naciones se mueven como piezas en un ajedrez donde la dependencia económica es la regla no escrita. Los jugadores, gigantes económicos, avanzan y retroceden, trazando estrategias que afectan e influyen en la vida de todos los ciudadanos del mundo. El ajedrez de la dependencia económica existe y opera de manera invisible y casi imperceptible en cada aspecto de nuestras vidas.
Imaginemos un escenario en donde los smartphones dejan de funcionar, los automóviles no arrancan, y los hospitales se quedan sin antibióticos vitales. Este escenario apocalíptico no es el guion de una película distópica, sino una posibilidad muy real en nuestro interconectado siglo XXI.
En este preciso momento, el 60% de los semiconductores del planeta provienen de una sola isla: Taiwán. China, por su parte, produce el 80% de los paneles solares mundiales y controla el 60% de la producción global de tierras raras, elementos cruciales para tecnologías verdes y de defensa. Más alarmante aún, China domina la producción de cefalosporina, un antibiótico esencial, ejerciendo un control silencioso sobre la salud mundial.
Esta es la nueva cara del poder global y este no se mide en arsenales nucleares, sino en cadenas de suministro y dependencias tecnológicas. En este tablero, cada movimiento tiene consecuencias de alcance mundial. Un conflicto en el estrecho de Taiwán no solo significaría una crisis geopolítica, sino un colapso tecnológico global. Una decisión comercial en Beijing podría dejar a hospitales occidentales sin suministros críticos en cuestión de semanas.
¿Cómo llegamos a este punto de vulnerabilidad colectiva? ¿Qué implica para la soberanía nacional en la era digital? ¿Y cómo pueden las naciones navegar este mar de interdependencia que es tanto una bendición como una maldición? Es lo que trataré de abordar en este artículo.
La omnipresencia del «Made in China»
La etiqueta «Made in China» tiene ya décadas siendo un mantra omnipresente, resonando en cada rincón del planeta. Desde los teléfonos inteligentes, hasta los juguetes de nuestros hijos, China ha tejido una red de producción que abarca prácticamente todos los aspectos de nuestra vida.
Pero más allá de los bienes de consumo a muy buen precio también, China ejerce un control silencioso sobre elementos críticos para la salud mundial. El país produce el 80% de los ingredientes farmacéuticos activos del mundo, incluyendo el 90% de la penicilina global. En el caso de la cefalosporina, un antibiótico esencial para tratar infecciones graves, China es prácticamente el único productor mundial. Esta concentración de producción pone en jaque la seguridad sanitaria global y, un simple contratiempo en las fábricas chinas podría desencadenar una crisis de salud pública a escala global.
El dominio chino se extiende también a las materias primas críticas para las tecnologías del futuro. China controla el 60% de la producción mundial de tierras raras, elementos cruciales para la fabricación de imanes utilizados en turbinas eólicas y vehículos eléctricos. Más impactante aún es su monopolio sobre el germanio, un semimetal esencial para la fibra óptica, paneles solares y tecnologías 5G. China produce el 98% del germanio mundial, otorgándole un poder sin precedentes sobre el futuro tecnológico global.
Este control sobre recursos críticos no es accidental. Es el resultado de décadas de planificación estratégica, inversiones masivas y políticas industriales agresivas. China ha transformado su vasta población y recursos naturales en una ventaja competitiva formidable, creando una dependencia global que va mucho más allá de los productos de consumo baratos.
Taiwán y su Escudo de Silicio
Taiwán también emerge como una pieza crucial, armada no con misiles, sino con algo infinitamente más poderoso: los semiconductores. Esta pequeña isla, con apenas el 0.3% de la población mundial, produce el 60% de los semiconductores del planeta y domina el 90% del mercado de los chips más avanzados.
La dominación en la producción de semiconductores es tan absoluta que se ha convertido en una especie de «escudo de silicio» para Taiwán. La dependencia global de sus chips actúa como un poderoso disuasivo contra cualquier acción militar por parte de China. Un conflicto en el estrecho de Taiwán no solo sería una crisis geopolítica, sino que paralizaría la economía mundial, afectando desde la producción de automóviles hasta el funcionamiento de los centros de datos que sostienen internet.
Este «escudo de silicio» plantea una pregunta fascinante: ¿Puede un chip evitar una invasión? La respuesta no es simple, pero la realidad es que la interdependencia creada por la industria de semiconductores de Taiwán ha añadido un nuevo y complejo factor a los cálculos geopolíticos tradicionales.
Occidente en la Encrucijada Tecnológica
Occidente se encuentra en una encrucijada tecnológica sin precedentes, donde las superpotencias tradicionales se encuentran en una posición de vulnerabilidad inesperada.
Estados Unidos, el otrora indiscutible líder tecnológico mundial, se encuentra ahora en la incómoda posición de un «águila con alas prestadas». A pesar de albergar gigantes tecnológicos como Apple, Google y Microsoft, EE.UU. depende críticamente de la cadena de suministro asiática. El 75% de los semiconductores utilizados en productos estadounidenses se fabrican en Asia, principalmente en Taiwán y Corea del Sur. Esta dependencia ha llevado a iniciativas como el CHIPS Act, que destina $52 mil millones para impulsar la producción nacional de semiconductores, en un intento por recuperar la soberanía tecnológica.
Europa, por su parte, se debate entre la reindustrialización y la sumisión tecnológica. La Unión Europea importa el 80% de sus chips, una vulnerabilidad que se expuso crudamente durante la escasez global de semiconductores en el año 2021, que paralizó industrias clave como la automotriz. En respuesta, la UE ha lanzado el European Chips Act, con el ambicioso objetivo de duplicar su cuota en la producción global de semiconductores al 20% para el año 2030. Sin embargo, la brecha tecnológica es inmensa: Europa carece de fábricas capaces de producir los chips más avanzados, quedando rezagada en la carrera tecnológica.
Latinoamérica, mientras tanto, observa desde los márgenes, con su desarrollo prácticamente hipotecado al mejor postor. La región, rica en recursos naturales críticos como el litio (fundamental para las baterías), se encuentra en la paradójica situación de ser un proveedor clave de materias primas, pero un consumidor neto de tecnología avanzada.
Esta situación plantea desafíos existenciales para Occidente. ¿Cómo pueden estas naciones equilibrar la necesidad de acceso a tecnologías avanzadas con la urgencia de mantener su soberanía tecnológica? La respuesta determinará no solo el futuro económico, sino también la posición de cada país en el nuevo orden mundial tecnológico.
Conclusión
En el siglo XXI, la noción tradicional de soberanía nacional se está redefiniendo radicalmente. Ya no se mide únicamente en términos de territorio o poderío militar, sino en la capacidad de un país para asegurar su autonomía tecnológica y su posición en las cadenas de suministro globales.
La dependencia económica y tecnológica ha creado un nuevo tipo de vulnerabilidad. Países que se consideraban invulnerables se encuentran ahora a merced de decisiones tomadas en fábricas y laboratorios al otro lado del mundo. Un simple chip, más pequeño que una uña, tiene ahora el poder de determinar el destino de industrias enteras y, por extensión, de economías nacionales.
Los países deben navegar cuidadosamente entre los beneficios de la globalización y los riesgos de la dependencia excesiva. Al mismo tiempo, esta interdependencia ofrece nuevas oportunidades para la cooperación global y la prevención de conflictos. La amenaza de disrupciones económicas masivas podría actuar como un poderoso disuasivo contra acciones militares agresivas, redibujando las dinámicas de poder global.
Una cosa queda muy clara hoy: las fronteras de la soberanía ya no están trazadas en mapas, sino en líneas de código, cadenas de suministro e innovaciones tecnológicas. El desafío de todos es navegar este nuevo panorama, asegurando un lugar en un mundo donde el poder se mide en nanómetros y la influencia se ejerce a través de algoritmos.
Dayana Cristina Duzoglou Ledo